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DÍA DE LOS MUERTOS: UNA FORMA DISTINTA DE VER A LA MUERTE

This image depicts how Day of the Dead is celebrated in Oaxaca, Mexico. Día de Muertos is one of the biggest celebrations of the year. Altars redecorated with the favorite foods and beverages of the deceased. Photo: Special

COLUMNA INVITADA

Álvaro Vásquez

Hace poco pasó el día de los muertos, que se celebra entre el 1º y el 2 de noviembre, y que en la mayoría de los países latinoamericanos se celebra de manera bastante entusiasta. Y decir que se celebra (no “recuerda”, o algún otro término parecido), no es un detalle menor, pues en verdad se asemeja más a una celebración, aunque las lágrimas no están ausentes.

Es bien conocida la forma en que se celebra en México, rescatando tradiciones prehispánicas, y adornando las tumbas de los seres queridos fallecidos, además de armar un altar en las casas, para que ahí se presenten las almas de los difuntos.

Esta costumbre se replica en otros países latinoamericanos. En Bolivia, por ejemplo, esos altares son llamados “mesas”, y en ellas se coloca la comida y bebida favorita de los fallecidos, y se comparten con ellos esos alimentos al mediodía del 2 de noviembre.

En muchos países se presenta la figura de un pan especial, llamado “pan de muerto”. En Bolivia, se llaman t´anta wawa, (algo así como “niño de pan”), y en Ecuador se conocen como “guaguas de pan”.

Esa forma celebratoria de relacionarse con la muerte no es exclusiva de esta fecha. En realidad, parece ser parte de la cultura latinoamericana en general. Eso se refleja, por ejemplo, en su literatura, como puede apreciarse fácilmente en la novela “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, en la que las conversaciones con los muertos son presentadas como algo natural. Años más tarde, “Cien años de soledad” de García Márquez enfatizaría aún más ese tipo de contacto con los difuntos. Muchas otras obras siguieron luego esa senda, como la novela “El run run de la calavera”, del boliviano Ramón Rocha Monrroy, que relata un día de los muertos en que éstos comparten con los vivos, pero no solo como almas, sino corporizados, compartiendo fiesta con los vivos, protagonizando situaciones jocosas, antes que dramáticas.

La música también refleja esta perspectiva acerca de la parca. Pienso, por ejemplo, en la canción “Canela” del colombiano César Mora (en Youtube se encuentra una magnífica versión cantada por Diana Ángel y el mismo Mora), que según su autor se inspiró en una costumbre de cierta región colombiana en la que los velorios se hacen en la vereda de la casa doliente, con música, baile y bebidas. La fiesta invoca la figura de una “pregonera” que anuncia el reciente fallecimiento, y por la forma en que se realiza el anuncio (con música y alegría), las puertas del cielo se abren para el difunto. Por eso, parte de la letra recita “Quiero alegría, quiero un gran bacilón / No quiero llanto, tristeza ni dolor (oye bien) / Y mientras dicen que yo fui un buen cantor / Que brinden por la mujer y el amor”.

En ciertas zonas de Bolivia, al cumplirse el año del fallecimiento de un ser querido, se realiza una fiesta denominada justamente “cabo de año”. En ella, los dolientes se quitan el luto (literalmente) para vestir ropas coloridas nuevamente, y esto se hace en una gran fiesta, con bebida y baile.

Todo esto podría parecer una trivialización de la muerte, pero en realidad está lejos de serlo. Antes de la conquista española, la muerte para las culturas originarias distaba mucho de la noción cristiana de la misma. No existía la idea de cielo e infierno, que llegó con los sacerdotes españoles. Existía simplemente un “más allá” cuya concepción era más cercana al hades griego. Por eso en esta fiesta los difuntos vuelven temporalmente de la muerte, no del cielo ni del infierno, ya que esto marcaría inevitablemente una distinción entre los difuntos, que en esta fiesta no existe en absoluto.

En EE.UU. esas costumbres “chocan” notoriamente con otra muy extendida en el país, la fiesta de Halloween (originada aparentemente en ciertas antiguas tradiciones europeas), y este hecho hace temer en algunos su desaparición.

Sin embargo, pienso que si las costumbres latinoamericanas del día de los muertos sobrevivieron por más de quinientos años desde la conquista española (aunque con cambios), podrán sobrevivir otros tantos, y más, adaptándose a nuevas corrientes y quizás a nuevos países, pero manteniendo su esencia, esa que una vez al año nos permite no solo recordar a nuestros difuntos, sino acercarnos y compartir la mesa con ellos.

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